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Aaron Rodgers y la herencia de Joe Namath

Trieste-Fiume-Palermo-New York.

Son los puertos que vio un tal András "Andrew" Németh encima del enorme buque Pannonia antes de desembarcar en Ellis Island.

Había empezado su viaje mucho antes, en Szala. Cerca de la frontera entre Hungría y Polonia en lo que por aquel entonces era el Imperio Austrohúngaro. Un pueblo que sobrevivía con lo que ofrecía el cultivo. Geográficamente, pero sobre todo económicamente, estaba lejísimos de las elegantes cafeterías vienesas y de los fastos y las ilusiones de La Belle Époque. La tragedia de la Gran Guerra estaba muy próxima. András, buscaba su futuro más allá. Donde empezaban los sueños de millones de personas.

Quien tomaba la decisión de montarse en aquellos barcos dejaba atrás su propia vida a cambio de la esperanza que la nueva fuera mejor. A la llegada era muy normal toparse con un funcionario que no hubiera transcrito bien tu apellido. O lo hubiera americanizado. Aquel ‘colega’ escribió en la ficha del pasajero, Andrew Namath. Viszlát Magyarország, Hello USA.

La nueva vida del señor que para los amigos se convertirá en AJ, había empezado. Tenía 35 años y Pittsburgh, a unas 500 millas de la Gran Manzana, se convirtió en su nuevo hogar. Una urbe pujante que necesitaba de mano de obra. Muchos húngaros y europeos del Este llegaron allí, también italianos. Tuvo un hijo al que llamó John Andrew. Era el primer americano de la familia. Pero las raíces húngaras seguían brotando. Pasada la adolescencia, John Andrew se casó con Rose -de apellido Juhász- que había nacido en una familia con el mismo periplo de la de András.

John trabajaba en los altos hornos de la ciudad, conocida en todo el mundo por sus fábricas de acero. Rose era ama de casa. Tuvieron 3 hijos y adoptaron una niña. El más pequeño de los herederos cambiará para siempre las fortunas de esta familia. También la del football.

Cuando veía a su papá volver a casa tras otro día en las asfixiantes temperaturas del alto horno, tenía siempre más claro un concepto. Jamás haría el oficio de su progenitor. Mientras tanto crecía y descubría que no era tan malo haciendo deporte.

En los años 60 en Pittsburgh existía un solo rey. Se llamaba Roberto Clemente. Estaba cambiando el mapa del béisbol abriendo las puertas a los jugadores latinos. Hoy la MLB no sería lo que es sin su memorable aportación por este mundo. Los Pirates habían ganado las primeras World Series de la década contra los Yankees gracias al legendario jonrón de Bill Majerowski en el séptimo partido. Joe quería ser como Roberto, quería jugar en los Pirates. El conjunto de football profesional de la ciudad, en cambio, era uno de los más mediocres de la NFL. Los Pittsburgh Steelers.

Los Pirates le ofrecieron un contrato. ¡También Yankees, Indians, Reds, Pirates y Phillies! ¿Sueño cumplido? Calma, querido lector. Siempre hay que escuchar el consejo de tu mamá. Joe se había quedado a vivir con ella tras el divorcio de sus padres. René quería que el hijo se apuntara a la universidad. Se canceló de un tirón el sueño de seguir la estela de su ídolo para perseguir el rumbo de Johnny Unitas, entonces el quarterback más famoso del país. No cabe duda, el chico pensaba en grande.

¿En qué universidad jugó Johnny? Alabama. Tal y como Bart Starr, estrella de los Packers de Vince Lombardi. En Tooscaloosa, Joe palpó una realidad poco conocida. La segregación racial era mucho más presente en los Estados del Sur. En el emparrillado las cosas iban de maravilla. Su juego exuberante a veces podía perjudicar los resultados del equipo o el físico del mismo Namath. Pero atraía. Con esa sensación que al limpiar algunos detalles de su juego te quedarás con una estrella.

En 1965, Joe perdió el Orange Bowl contra los Texas Longhorns. ¡Pero fue el MVP del partido! Al día siguiente firmó por los New York Jets el mayor contrato de la historia para un conjunto de la American Football League, la hermana menor de la NFL. ¿Por qué? Namath siempre había sido una persona fuera de los esquemas convencionales y también un personaje que no se echaba para atrás delante de un desafío mayúsculo. Poner en el mapa a la AFL, es más, derrotar al mejor equipo de la NFL en el Gran Baile. Lo mismo pasaba por la cabeza de Sonny Werblin, presidente de la franquicia neoyorquina que desatendió la opinión de los médicos. Con sus maltrechas rodillas no hubiera jugado más de cuatro años le dijeron.

Joe llegaba a una ciudad en la que el béisbol llenaba las portadas. Los Yankees eran los Yankees. Los Mets estaban sustituyendo el vacío dejado por Dodgers y Giants que se habían mudado a California. El viejo Polo Grounds, uno de los templos del béisbol y primera casa de los Jets que entonces se llamaban Titans, acababa de ser demolido. En invierno, los Giants de football eran los protagonistas del Yankee Stadium. La ciudad era el epicentro del boxeo mundial. Las carreras de caballos eran uno de los atractivos principales de los findes. Los Rangers eran los reyes del Garden. Las huellas de Joe DiMaggio, Lou Gehrig y Babe Ruth eran eternas. ¿Y Namath tenía que poner en el mapa a los Jets? Un desafío mayúsculo. A la altura de Joe.

Los Jets jugaban en el Shea Stadium en el barrio de Queens que entonces no tenía el atractivo de ahora. El nuevo recinto era la casa de Mets y Jets. Los partidos se transformaron muy pronto en eventos sociales. Namath volvía locas a las mujeres por su desparpajo y la seguridad en sí mismo. Estaba seduciendo y sacudiendo la ciudad. Cruzar el puente de Queensboro para ver al “otro equipo” de Nueva York se había convertido en algo glamuroso. Lo nunca visto en la franquicia.

Su carácter díscolo gustaba, su estilo atrevido también. Se le podía ver en el banquillo con discutibles visones. En Manhattan fundó un club con dos de sus compañeros. ¿Su nombre? Los tres solteros. Funcionó. Las primeras temporadas fueron repletas de luces y sombras. De hecho, más de la segunda que de la primera hasta que en el cuarto año todo se alineó y llegó uno de los anillos más improbables de la historia. Joe era el Rey.

Desde entonces los Jets nunca han vuelto a disputar el partido más anhelado.

Hoy, 2023. Aaron Rodgers, leyenda en Green Bay, decide acabar su carrera en la Gran Manzana. Namath le dice que puede lucir su mítico ’12’, el número de Rodgers en Wisconsin. Aaron rechaza. ¿Miedo? No, creo. ¿Ganas de escribir otra memorable historia? Quizás.