Una mañana cualquiera de 1848. Poco más de 140 millas de la puerta de acceso a la bahía de San Francisco. Un sitio insignificante con pocos habitantes y escasas posibilidades de trabajo. Había tomado este nombre por sus fundadores que hace menos de 100 años habían construido una misión en el Presidio. Hoy es un espléndido parque que termina donde empieza el majestuoso puente del Golden Gate. En aquella época un sueño destartalado, ahora el más famoso y anhelado del mundo.
Al noroeste de aquel sitio que se convertirá en uno de los centros del planeta, en un área llamada Sierra Nevada, un hombre de origen suizo, Johann -americanizado en John- Augustus Sutter, buscaba fortuna. Lobo de mar con excelentes capacidades diplomáticas, había zarpado con toda prisa desde el Puerto de El Havre, en Francia, porque en la vieja Europa era acusado de robar y falsificar moneda. Dejó a su familia y gracias a un documento de identidad falso sacó en París el dinero que le permitió tomar un buque rumbo al otro lado del charco. Llegado a Nueva York hizo miles de oficios antes de trasladarse a Missouri, en el Midwest. Ahí compró una pequeña propiedad. Su ambición no paró. Su afán de riqueza quedó seducido por una palabra salvaje: Oeste. Eran los años de la guerra Mexicano-estadounidense, cuando California estaba a punto de convertirse en miembro de los Estados Unidos. John había obtenido la posibilidad de explotar un terreno a cambio de construir un cuartel contra los militares estadounidenses presentes en la zona porque los habitantes locales se rebelaron contra los mexicanos dos años antes en la Revuelta de la Bandera del Oso. El mítico animal que sigue presente en la insignia del estado. Cuando el territorio pasó de mano, John supo cautivar también a los norteamericanos y pudo mantener sus actividades.
A la orillas del río Sacramento, el carpintero James Marshall y sus hombres estaban construyendo un aserradero cuando por casualidad se toparon con algo inesperado. James volvió inmediatamente donde se encontraba su jefe el cual se sorprendió al verlo regresar tan pronto. No sería la única sorpresa. Un instante después tenía delante tres pepitas. Las muestras comprobaban que se trataba de oro. ‘¡Oro!’, dijo Sutter, avalando el hallazgo.
El hombre nacido a la ribera de otro río, el Reno, cerca de Basilea, quiso ocultar la noticia. Sabía que hubiera sido el fin de sus deseos de riqueza. Pero su talento diplomático fue arrollado por la avalancha de la historia. Pocos días después una mujer desveló el secreto. El 15 de marzo el periódico The Californian publicó la noticia. El autor de la nota, Samuel Brannan, decidió construir una tienda de suministros para los cazafortunas que llegarían. Había entendido inmediatamente que se hubiera desatado algo sin precedentes. De hecho, dicen que en cada palabra hay un propio destino. ‘California’ debe su nombre a un paraíso ficticio, la isla de California, habitado por amazonas negras bajo el mando de la reina Calafia. Un reino rico en oro.
Los trabajadores abandonaron a Sutter en búsqueda del suspirado metal. Le robaron todo. Sin el rastro de una ley. Un revólver y poco más. El más fuerte cosechaba más oro del rival. ¿Y si había que matarlo? Ningún problema. Sutter intentó empujar su causa en los tribunales, pero incluso el fallo que le otorgó la propiedad de un enorme trozo de California fue anulado por un motín de los cazadores. Llegaron de todos los rincones del continente. “Todo vale” en ese Oeste que tanto quería.
Mientras Sutter caía en desgracia, estaba naciendo la ciudad de San Francisco tal y como la conocemos hoy. Un cruce de culturas acurrucados en una de las bahías más bonitas de este planeta. En verano hay niebla, en enero puedes broncearte gracias a una placentera brisa primaveral. El gran escritor austriaco Stefan Zweig dedicó un capítulo de Momentos estelares de la humanidad, su obra maestra, al periplo del hombre de Basilea. Lamentablemente Zweig, sacudido por los atrocidades nazi, decidió acabar con su vida poco antes de que naciera la entidad que rindió homenaje a una de las historias que escribió en su libro estrella.
Casi 100 años después de los hechos narrados nació el primer equipo de los 4 deportes principales del Estado de California. ¿El nombre? 49ers. En homenaje a aquel 1849, cuando llegó la gran oleada de cazadores de oro. Si existe un Dios que ha creado el mundo podemos pensar que cuando inventó la California quiso exagerar. Bendijo también a los ‘Niners’. Esos que han sabido forjarse un espacio privilegiado en la leyenda del football. Su primer estadio, el Kezar Stadium, se encontraba en el Golden Gate Park, el otro gran pulmón verde de la ciudad no tan lejos de donde empezó todo. Todavía existe pero con dimensiones reducidas. Luego pasaron al Candlestick Park, en la parte occidental de la bahía, Candlestick Point. ¿Candlestick? Son los zarapitos americanos, aves elegantes que tienen su hogar en la zona. Un sitio que labró su mística por sus condiciones nefastas.
Los Giants de beisbol, tras la mudanza desde Manhattan, ya jugaban allí. Se dice que el gran Willie Mays, uno de los mejores jugadores de siempre, haya perdido unos 100 jonrones por causa del viento. Pero, oliendo la brisa, se había adaptado en defensa como si de un skipper de la Copa América se tratara. Y regalaba capturas sensacionales.
Una tarde de 1981 muchos probaron las mismas sensaciones que Sutter y Marshall experimentaron durante aquella mañana ya muy lejana. Cuando el pase de Joe Montana fue atrapado por Dwight Clark, todo el pueblo 49ers halló las pepitas de oro. Por primera vez en playoffs superaron a su máximo rival, los Dallas Cowboys, y alcanzaron el pase para el partido de sus vidas.
A partir de allí nació una de las mayores dinastías del deporte que concluyó a mediados de los 90. Si bien los 49ers nunca han vuelto a ganar anillos, son históricamente uno de los clubes contender. Candlestick Park ya no está. Los Giants han construido un estadio magnífico junto a la bahía y los Niners juegan en un recinto maravilloso fuera de los confines ciudadanos. Lejos del Golden Gate y también del Bay Bridge, de las colinas por donde viajan los míticos cable cars y también los añejos tranvías brindados por la alcaldía de Milán que todavía conservan letreros y publicidades en italiano. Muy distantes de Lombard Street en Russian Hill, desde las cuales se puede divisar Alcatraz, la cárcel más recordada de la Tierra.
Tarde o temprano, el corazón de Frisco volverá a celebrar un nuevo anillo.
Esos que valen su peso en oro.