Este lunes 21 de noviembre, cuando se pegue la patada de salida entre los San Francisco 49ers y los Arizona Cardinals, en el Estadio Azteca, estaré mirando mi primer juego en vivo de la NFL en toda la vida. No está mal, a pesar de que me tardé 46 años en conseguirlo.
He visto, eso sí, cientos de partidos a través de la televisión y la red (por no contar las miles de horas que he dedicado a mirar programas, películas y documentales o leer revistas y libros alusivos a la liga). Pero cada vez que las cámaras enfocan un niño en la tribuna, en cualquier transmisión, es inevitable que me diga: ahí está otro que ya te ganó; todavía no camina solo y está en un juego y tú aquí sigues, mirándolo por la tele.
Imagino que algo similar sucederá con una parte, al menos, de la audiencia del juego, que será de miles. Claro, también estarán entre nosotros muchos afortunados o empecinados que han podido disfrutar ya, en sus visitas a los Estados Unidos, de uno o de varios partidos. Gente que trabaja todo el año como locos y cuya meta en la vida es apersonarse en las gradas de, por ejemplo, el Lambeau Field, y lo consigue. Los admiro y los envidio, sin duda. Siempre levanta el ánimo ver en las transmisiones a los compatriotas, con doble chamarra, eufóricos, agitando su bandera nacional en un estadio de la NFL.
Yo, que tengo hijos y perros y otras urgencias que atender, no he tenido aún la oportunidad y, lo acepto, ya me urge. He visto, claro, algunos equipos de las ligas mexicanas, en sus distintas variantes (de amateur e infantil a nuestras versiones de "pro"), pero estaremos de acuerdo en que, sin demeritar el trabajo y talento de quienes se rompen la crisma en esos campos, la NFL se cuece aparte. Si los que juegan en nuestras ligas y yo y todo el que se asome a este texto estamos enamorado del futbol americano es por la NFL. Por la mística que nos da meternos en un jersey o ponernos una gorra de un equipo y sentirnos inmersos en una hermandad que cruza toda América del Norte (un día, de paseo en las calles de New York, fui recibiendo los cariñosos saludos de varias decenas de otros fans de Steelers que miraban mi playera como si todos fuéramos parte de una masonería). Por los amigos que hicimos al compartir la pasión por una franquicia (o, cómo no, al compartir el odio por alguna otra). Porque muchos podemos relacionar etapas enteras de nuestras vidas con las estrellas de la liga de esos años (y tenemos nuestros "años Montana" o nuestros "años Brett Favre", por ejemplo: el que desmadra todo, como siempre, es Tom Brady, quien lleva jugando literalmente la mitad de mi vida y la vida completa de algunos de quienes lean esto). Porque todos hubiéramos querido estar en la tribuna y mirar en vivo la "Recepción inmaculada", "The Catch" o la atrapada con el casco en el Súper Bowl XLII. ¿A poco no? Y la NFL nos ofrece esa promesa eterna: cualquier jugada puede ser la mejor de la historia. Los dados se tiran cada vez. Y, si parpadeas, quién sabe qué maravilla puedas perderte.
Seré capaz, incluso, de aguantar la presentación en el medio tiempo del Grupo Firme y sus charangas, que se me antojan tanto como masticar vidrio molido. Porque estaré tan feliz que se me resbalará. Porque estaré en familia, rodeado de otros como yo, que aman este deporte y que, al fin, podrán verlo como se ve mejor: en la tribuna.