Con apenas diez años fui verdaderamente evangelizado por el juego el día en que los Falcons se dieron un baño de grandeza ante los divertidísimos Vikings de Chris Carter, Randy Moss y Randall Cunningham en el viejo Metrodome.
Esa tarde falló un gol de campo asequible el pateador más certero de la liga, un sudafricano bonachón y cuasicuarentón llamado Gary Anderson, y Chris Chandler, cuyo aspecto remitía más a un soltero perenne de comida romántica que a un quarterback de élite, me pareció lo más cercano a un superhéroe.
En el colegio Simón Bolívar, en plena efervescencia por las conducciones infinitas de Oliver Atom, el instinto de supervivencia de Seiya y la omnipresencia de Goku, la hazaña pasó ciertamente desapercibida. Eran otros tiempos. La NFL era un producto de consumo local, la televisión restringida era lo suficientemente restringida y conseguir un jersey de los entonces impopulares Patriots era una utopía. Tampoco existían los periodistas reconvertidos en influencers ni los influencers reconvertidos en periodistas.
Luego, ya complemente seducido por el espectáculo, prolongué mi romance con el pase lateral de Frank Wycheck a Kevin Dyson en la ciudad de la música, la exhibición de Ray Lewis ante los Giants de Kerry Collins, el fumble forzado de Charles Woodson sobre el primer Tom Brady que desencadenaría la famosa Tuck Rule, la persecución de Benjamin Watson sobre Champ Bailey en una agitada noche en Mile High, el trágico perfomance como holder de un precoz Tony Romo en la Seattle post-grunge, el pick six de Tracy Porter en Miami tras el devastador paso del huracán Katrina en Nueva Orleáns, el acto de malabarismo de David Tyree ante los Patriots del 16-0, la cabalgata épica de James Harrison frente a Arizona, la intervención defensiva que certificó a Richard Sherman como «el mejor cornerback de la liga» ante los ojos de Erin Andrews, la embestida de Malcolm Butler motivada por la polémica llamada de Pete Carroll en zona de goal, el enésimo tiroteo entre Russell Wilson y Aaron Rodgers, la manifestación de fe de Julian Edelman en el NGR Stadium y el primer gran intercambio de golpes entre Josh Allen y Patrick Mahomes.
Estoy por arribar a la mitad de otra temporada de futbol americano en mi hoja de servicio y, como cada semana, me volveré a creer testigo de alguna hazaña irrepetible. Y así, seguiré viendo pasar la vida mientras gano kilos y pierdo pelo atornillado en el mismo sillón, frente al televisor de siempre, otro domingo cualquiera.