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Mi primer Fantasy

Podría perfectamente señalar la mesa del restaurante de alitas donde todo comenzó. Bueno, quizá no todo. Ángel y yo, dos tipos que hemos mantenido una amistad eterna basada en nuestra afición por el fútbol, el whisky y la banda de rock Elefante, encontramos en tiempos relativamente recientes un vínculo que gira en torno a la NFL y nos une de la manera más sincera posible: sin hablar. Escuché alguna vez a Jerry Seinfeld, mi filósofo de cabecera, decir que sus mejores conversaciones (con amigos, parejas, todo…) han ocurrido en las gradas de un estadio de béisbol. Algunas de las mías con Ángel se han desarrollado en bares de mala muerte, con cerveza caliente en contenedores de plástico improvisados como tarros de litro y un partido en la pantalla donde no juega ninguno de nuestros equipos (lo cual suele agradecerse, en realidad, si tomamos en cuenta que él es aficionado de los Broncos y yo de los Chargers).

Digo que en aquella mesa todo comenzó porque fue cuando dilucidamos el arranque de nuestra obsesión con el fantasy. Yo sabía poco del tema, me parecían asuntos de física cuántica e información clasificada. Aquel día, sin embargo, nos reunimos como ya lo hemos venido haciendo desde hace varios años para ver el primer partido de la temporada regular. Tengo perfectamente claro que jugaron los Buccaneers, recientes campeones con Tom Brady en los controles, ante unos Cowboys que ofrecían su enésima promesa de éxito. En algún rescoldo de la previa, la cual nos fumamos entera debido a que buscamos madrugar a una ola de aficionados que nunca llegó, ofrecieron estadísticas referentes al fantasy: cómo brilló Fulano el año pasado; ojo con Sutano en éste.

Agarré a Ekeler, me dijo. No entendí qué quería decir. En el fantasy; agarré a Ekeler. Empezó a justificar una decisión que yo no estaba cuestionando diciéndome que seguramente Nick Chubb acabaría la temporada lesionado y que Najee Harris no era, probablemente, la bestia que todo mundo esperaba. ¿Juegas fantasy?, alcancé a preguntar. Esta temporada me animé, contestó. Hice cualquier gesto: automáticamente me sentí fuera de algo. Para no hacer el cuento largo, diré que recuerdo poco del partido; creo que Gronkowski y Amari Cooper brillaron. Pasé el juego entero enviando invitaciones a una liga de fantasy que acababa de crear minutos antes arropado por el frágil wi-fi del restaurante.

najee

Dos días después estaba convenciendo a mi novia de que hiciera, también, su propio equipo. Teníamos poco tiempo: ya se había jugado el primer partido de la temporada y el domingo amenazaba con una ola inclemente de juegos a la que nos tendríamos que subir. No entendía nada cuando empezó el draft: mi funesta afición a los Chargers me llevó a elegir a Justin Herbert y Austin Ekeler por mero capricho. Cayeron también, lo recuerdo bien, Davante Adams y AJ Brown. A la distancia no consigo aún comprender cómo siendo un auténtico neófito abarrotado de fobias y filias conseguí semejante equipazo. Fui el alumno que no estudia y exenta. Stephen Curry tirando un triple desde el estacionamiento sin haberse, siquiera, posicionado bien. Como siempre he tendido a autosabotearme, el primer martes de waivers tiré a Brandin Cooks porque alguien en Twitter estableció a Rondale Moore, de los Cardinals, como una silenciosa y consumada sensación.

Ahí es donde todo comenzó: desde entonces me he fumado un sinfín de contenido. Cuando me clavo con algo, me clavo en serio. Me sucedió con el fantasy. Devoro opciones de waivers, pienso y pienso, una y otra vez, a quién aventar al FLEX y encuentro en ciertos jugadores motivos sumamente alejados del rendimiento en campo para confiar en ellos. Me he pasado varias estaciones del Metrobús de Insurgentes cavilando opciones de agencia libre. Me he deprimido días enteros por soltar jugadores cuya lesión en el ligamento cruzado los alejó toda la temporada (aún me dueles, Mike Williams). En aquel primer año de fiebre fantasy, sabiendo que la construcción de mi equipo enarbolaba mi día a día, no dejaba de pensar qué hubiera pasado si Ángel y yo no hubiéramos ido a nuestro restaurante de alitas de cabecera a ver un Buccaneers contra Cowboys al que nunca le pusimos atención. Lo más sensato sería decir que no hubiera sucedido nada. Lo más realista, a estas alturas, sería decir, también, que al hacerlo sucedió todo.